Una de los bailes más largos y deslumbrantes de la historia ocurre entre dos doncellas inmateriales: la lengua y la raza humana. Ellas se entrecruzan en una danza innombrable, que tiene la elegancia del tango, la delicadeza del vals y la energía de la salsa. Una danza a veces incomprensible, pero siempre magnífica.
Esa danza, como toda obra maestra, no está exenta de críticas. Sus infinitas vueltas confunden a muchos, y la grandiosidad de todos los movimientos de la suite que la musicaliza instiga pasiones exageradas por movimientos particulares en ciertos fanáticos. Pero está bien: después de todo, la música es subjetiva.
Aun así, dentro de lo subjetivo siempre existe lugar para lo objetivo: hasta las canciones más rebeldes tienen cierto ritmo, melodía y armonía. En este baile infinito que entrecruza a la humanidad con su lenguaje, el ritmo es inconfundible con el de la migración.
Y a este ritmo se le han dedicado libros eternos titulados con palabras tan fancy como «lingüística comparativa», pero se puede apreciar sin necesidad de estudiarlo en un entorno académico formal. Se puede, de hecho, vivir en primera persona.
Todo empezó en el asiento trasero de una Renault Master, en algún punto de los 179.6 kilómetros que separan el aeropuerto de Split de la ciudad de Mostar. Habían pasado 48 horas desde la última vez que dormí, en la cama de mi cuarto en Venezuela, y ahora estaba en medio de una autopista oscura de los Balcanes.
Ahí fue la primera vez en mi vida que usé el inglés por necesidad. Jamás en mi vida había estado en clases formales de inglés ni nada que se le pareciese: todo lo que sabía era fruto de una prematura conexión a Internet y un aburrimiento fatuo . Mis habilidades de listening iban de la mano con mi pronunciation, lo cual no es decir mucho: de hecho, es más cercano a un insulto que a otra cosa.
Y ahí estaba, intentando entender a mis amigas del Reino Unido cuyo acento delataba su procedencia. He de decir que entendí aproximadamente un 75% de la conversación: sin embargo, fue suficiente para cambiarme de por vida.
Porque solo fue ahí que escuché claramente, por primera vez, el ritmo de la danza. Aun cuando mil libros me pudieran decir que el lenguaje cambia con la migración, solo la necesidad de hablar otro idioma para sobrevivir me hizo comprender lo fuerte que puede llegar a sonar en nuestras cabezas el ritmo de la migración.
Lo primero fueron las palabras. El característico “o sea” de mi acento cuasi-caraqueño empezó a convertirse en un muy antipático like, y las confusiones dejaron de ser anunciadas por el omnipresente “¿qué?” para sonar a un extraño “What?”.
Pero después la persistencia del ritmo fue más allá de mis tímpanos, y el espanglish fue más que la traducción inconsciente e innecesaria de palabras perfectamente existentes en el español. Aún cuando mis oraciones no estuviesen llenas de palabras en inglés, ya no era solo un cambio superficial. El ritmo ya estaba en mi cerebro.
Empezó sutilmente, con los “hola” convirtiéndose en un “¿Qué tal?” reminiscente al “What’s up?” anglófono. Luego empezó con el uso de palabras algo extranjeras, como en el párrafo anterior: ¿quién usaría “reminiscente” como primera opción al escribir una entrada?
Definitivamente, no el Elías de agosto de 2023. Pero eso es lo lindo de la danza eterna de la lengua y el humano: nunca para, pero siempre cambia. Y en ese cambiar, nos cambia a nosotros mismos.
De la misma forma que la melodía de Bohemian Rhapsody cambia en cada una de sus cinco secciones, la danza a veces es más rápida o más lenta. Pero siempre está cambiando, y los cambios llevan a bellezas cada vez más inesperadas.
Así como en tres meses mi español ha cambiado radicalmente, a lo largo de nuestras vidas nuestro lenguaje crece y se transforma. Se nutre de las infinitas influencias a las que estamos constantemente expuestos y es permeable a diferentes culturas, costumbres y formas.
Existe una corriente muy importante de personas que se consideran tradicionalistas de español. El uso de espanglish es un pecado capital, e incluso anglicismos directos se pronuncian de la forma más castellana imposible (¿qué demonios es un cedé?).
Yo no me considero de esos. Yo creo que en cada anglicismo hay un potencial de crecimiento para nuestra lengua, y que cerrarnos a influencias extranjeras es prohibirnos de disfrutar nuevas partes de la hermosa danza que es el lenguaje.
Y qué honor es poder presenciarla en vivo.
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