La Noción de la Procrastinación
Buen contenido, mala administración
lunes, 5 de junio de 2023
Enseñar a investigar
lunes, 22 de mayo de 2023
Sobre la nostalgia del graduando
Tengo casi 5 años escribiendo, de una forma u otra, sobre educación. En mi blog Noción de la Procrastinación, en mi Twitter o en mis grupos de WhatsApp con mis amigos, casi todo lo que pienso sobre la educación que he tenido la oportunidad de recibir se ha plasmado en algún texto con diferentes grados de radicalidad, profundidad y sinceridad. En los tres parámetros, el gradiente ha sido muy amplio.
Sin embargo, creo que nunca me había tocado experimentar sensaciones tan complejas como las que he vivido en los últimos meses antes de abandonar el colegio que me ha acompañado por doce años y al que jamás volveré en los mismos términos. Podré ir de visita, pero sería muy extraño que vuelva a ir en los términos en los que va al colegio un chamo de 17 años, 5 meses y 28 días.
Y es esa “exclusividad” la que hace que sea tan complicado escribir sobre lo que siento ahora mismo. Un fin de año escolar es algo de lo más común hasta que es el último. Las preguntas que uno siempre se hacía acerca de qué cambiará en el nuevo año escolar se convierten en preguntas acerca de qué cambiará en un nuevo capítulo de nuestras vidas.
Los deseos de cambio que nunca llegan se convierten en deseos de permanencia que jamás se cumplen. El sagrado acto de insultar el horario que nos obliga a pararnos a las 6:00 a.m cada día se convierte en algo tierno, y uno empieza a disfrutar el desayuno del que ya está cansado solo porque sabe que lo va a extrañar.
Ver las caras del salón en medio de una clase fastidiosa ya no es algo que uno hace por falta de oficio, sino porque cuenta con la certeza que jamás volverá a estar en el mismo salón con las mismas 22 personas que ha amado y odiado durante casi toda su vida.
Estos tiempos son, también, tiempos de muchísima reflexión. ¿Qué hubiera pasado si no me hubiera entregado en cuerpo y alma al Fortnite durante el segundo lapso de primer año? ¿Con quiénes estaría estudiando si más de la mitad de mi salón original no se hubiera ido del país?
Son preguntas que antes pensábamos que podíamos responder porque cada año era igual al siguiente. Ahora son preguntas que quedarán sin respuesta por el resto de nuestras vidas.
Y es que la naturaleza de una graduación de bachillerato es, precisamente, esa: ya no es “el siguiente año”, es “el resto de nuestras vidas”. Algunos se van, algunos se quedan: algunos irán a la universidad, otros no.
Algunos seguirán siendo amigos y de otros se nos olvidarán sus nombres. Siempre “habremos sido” compañeros, pero más nunca lo volveremos a ser. El lazo de hermandad que se genera entre personas que se han visto crecer a lo largo de tanto tiempo jamás se volverá a repetir: es simple fisiología comprender que el ritmo de crecimiento de los primeros años de vida es exclusivo a ellos.
En el momento en que escribo esta entrada, falta un mes y dos días para que cruce por última vez las puertas de mi colegio teniéndome que preocupar por una nota. Un mes y dos días en los que podrían pasar muchas cosas, pero en los que estoy casi seguro que no pasará nada.
Porque, al final, es un ciclo más. Para los profesores, es una promoción más de las muchas que han visto graduarse: para los demás del colegio, es más o menos lo mismo. Solo nosotros, los graduandos, comprendemos este momento en la profundidad que tiene para nosotros ahora mismo.
Pero la comprensión de un momento no necesariamente representa que se tendrá la suficiente madurez para aprovecharlo por completo. Yo sé que me voy a graduar, pero no he tenido suficientes ganas de hacer todas las cosas que mi yo-chiquito hubiera querido hacer en estos momentos.
Todas las bromas que pensamos que podríamos hacer durante el “relajao perro quinto año” se han ido aplazando indefinidamente frente a la realidad que nos dice, a gritos, que quinto año no es tan relajado ni tan perro. Todas las interpromos que dijimos que haríamos sí o sí se han ido cancelando hasta que llegó el punto en que se acabaron las fechas para mover.
Ahora: ¿acaso ya es tarde para hacer todas las cosas con las que alguna vez soñamos?
Solo el tiempo nos dará la respuesta. Solo los 33 días que quedan, de hecho.
domingo, 19 de febrero de 2023
Pérez Jiménez, béisbol y mano dura
El lunes 30 de enero, los Leones del Caracas se declararon campeones de la Liga Venezolana de Béisbol Profesional tras seis partidos. Dicha victoria fue celebrada intensamente por fanáticos, espectadores casuales y personas que jamás habían escuchado la palabra “inning” en un contexto distinto a una aburrida clase de Educación Física.
Los seis partidos de la Serie Final que enfrentó al equipo ganador con los Tiburones de la Guaira fueron disputados en el Estadio Universitario de la Universidad Central de Venezuela, mismo estadio inaugurado durante la Junta Militar de Gobierno que llevó al eventual ascenso al poder totalitario del Coronel Marcos Pérez Jiménez en 1953.
Tan solo minutos después del home-run de Harold Castro que concedió la victoria al equipo de la capital, muchas caravanas empezaron a recorrer las calles del país celebrando dicho triunfo con cornetas, gritos y disparos.
Porque, después de todo, nada es más venezolano que celebrar la victoria de un equipo de béisbol al que jamás habías seguido. Especialmente si esa victoria ocurrió en un estadio construido por una dictadura que hacía a presos políticos sentarse desnudos sobre bloques de hielo.
“Acá lo que hace falta es una mano dura” es una de las frases más recurrentes en toda discusión acerca de política en Venezuela. Es, quizás, un intento desesperado por plantear una solución a una situación que difícilmente tiene: es, indudablemente, una muestra de nostalgia por unos tiempos que no volverán.
Es 1955. En la radio seguramente suena algo al estilo de Unchained Melody y sientes la brisa fría rozar tu cara a lo largo de tu recorrido a través de la Carretera Panamericana. Vas a 120 kilómetros por hora, pero no te interesa. Nadie te puede parar: eres Marcos Pérez Jiménez.
Y 68 años después, aún nadie te puede parar. Quizás tenías razón cuando dijiste que la gente olvidaría Roma de no ser por sus estructuras: un par de estadios, unas cuantas carreteras y algunos hospitales han sido suficientes para que nadie te olvide.
Incluso si no saben tu nombre, no te olvidan. Porque, después de todo, es verdad lo que decías: Venezuela está en su Edad Media. Tenías razón en 1963, tienes razón en 2023.
Porque cada hit dado en el Estadio Universitario lleva, en cierta forma, tu recuerdo: sin embargo, está más presente en cada vez que alguien dice que “acá lo que hace falta es una mano dura” y aún más presente en cada vez que alguien opina sin saber, sea sobre béisbol o sobre política.
La verdadera dictadura es la ignorancia sin escapatoria. Lo supo “PJ”, lo supo Gómez y lo han sabido todos los dictadores que han cumplido sus verdaderos objetivos. Pérez Jiménez y muchos más, incluyendo a Trujillo y a algunos que no pueden ser categorizados por la historia porque aun no han pasado a ella.
Como parte de la Serie del Caribe a la que se clasificaron los Leones de Caracas ganando la liga local, el 5 de febrero se jugó un partido contra República Dominicana en el Estadio Monumental Simón Bolívar, al que tuve la oportunidad de ir. Más de 34000 personas gritando sin parar cada hit, cada error y cada out: más de 34000 personas viviendo la pasión del béisbol.
La pasión es uno de los sentimientos más intensos que hay. Ha permitido cosas hermosas, pero también ha sido el combustible de atrocidades: después de todo, la pasión nos lleva a actuar de forma ciega. Y la ceguera temporal puede ser buena, pero cuando nos empieza a definir es poco menos que catastrófica.
Un partido de República Dominicana contra Venezuela es, indudablemente, una experiencia interesante. Especialmente si vas a él mientras estás leyendo “La Fiesta del Chivo”: leer acerca de los atropellos de un régimen totalitario estando en la cola para entrar al nuevo estadio es, indudablemente, una experiencia.
Porque los seres humanos sentimos una afinidad impresionante por lo monumental. Un estadio grande siempre nos hará alucinar tanto como a los aborígenes británicos los haría alucinar Stonehenge: nos encanta sentirnos pequeños frente a lo que nosotros mismos creamos.
Y el deporte es un excelente medio para sentirnos pequeños en nuestra superioridad: cuando alguien que no sabe bien qué es un inning opina grandilocuentemente sobre béisbol es porque le gusta sentirse parte de algo más grande que él. Al final, mucho de lo que hacemos parte de saber lidiar con nuestra pequeñez.
Trujillo sabía que nadie lo querría recordar como un caudillo torturador, así que se empeñó en intentar dejar un legado de obras que hiciese que las siguientes generaciones lo recordasen aunque Ciudad Trujillo perdiese tal nombre. Pérez Jiménez no ocultaba demasiado a la Seguridad Nacional, pero trató de lavarse la cara atribuyéndose la Ciudad Universitaria por la que algunos trasnochados aún lo festejan.
El autoritarismo corre por nuestras venas latinoamericanas. Nos fascina sentir autoridad sobre el béisbol, sobre los países e, incluso, sentirnos dominados por algún autoritario. Y, por más bajo que caigamos, siempre nos emocionará escuchar que nuestro equipo favorito dio un home run.
Aunque estemos en una dictadura. Aunque el béisbol no sea un deporte latino. Aunque todo parezca estar mal, siempre nos emocionará un gran estadio y una “mano dura”.
viernes, 6 de enero de 2023
La ciencia ya es popular. Hagámosla cool.
Decir que seguimos en esos días en los que ser nerd está mal visto por la sociedad es absurdo. Quizás en las escuelas aún exista cierta discriminación, pero en la sociedad la cosa es distinta. El dinero no lo es todo, pero el hecho que un ingeniero de software en Google gane 162.000 USD al año ya te dice que no hay mucha discriminación social hacia los nerds.
Una frase que en algún momento escuché mucho decía que “los nerds de hoy son los jefes del mañana”. Ese mañana ya llegó. Los gallos de ayer son los jefes de hoy.
Sin embargo, eso no significa que la ciencia y todo lo que podríamos llamar nerd sea necesariamente bien visto. Está bien: todos usamos dispositivos que tienen un montón de ciencia por detrás, ¿pero realmente nos interesa esa ciencia?
Carl Sagan alguna vez dijo que “vivimos en una sociedad exquisitamente dependiente de las ciencias y la tecnología, en la que prácticamente nadie sabe nada acerca de la ciencia o la tecnología”. Para sorpresa de nadie, esa sigue siendo la realidad.
La cámara del iPhone 14 es una cosa impresionante, pero a nadie le interesa saber por qué. El algoritmo de TikTok casi es capaz de adivinar la hora de tu muerte, pero los TikToks sobre algoritmos no reciben casi visitas.
Y yo tengo mi teoría personalísima al respecto: la ciencia es popular, pero no es cool. Las prendas que saca H&M con el logo de la NASA se usan por el mérito del diseñador de ese logo, no porque ser entusiasta de la astrofísica sea un paso directo a la popularidad.
¿Eso es malo? Para mí, la respuesta es un rotundo sí.
Que algo sea aceptado no quiere decir que no haga falta progreso en torno a su aceptación. Después de todo, podríamos decir que en Venezuela la comunidad LGBT es aceptada porque absolutamente todos los tíos del país dicen que “su peluquero es gay”, y estaríamos incurriendo en tremendo error.
La ciencia necesita empezar a ser cool. Limitarla a libros de 1450 páginas y TikToks de cuestionable calidad no es particularmente productivo. ¿Cuánta de la “divulgación científica” actual realmente “divulga”?
Los vídeos de YouTube, por ejemplo, no suelen llegar a una audiencia que no sea ya entusiasta de la ciencia. “Amplían” la ciencia, mas no la “divulgan”. Es una labor importante, pero hace falta más que eso.
Esa “ampliación” de la ciencia es necesaria, pero no es lo que en este momento necesitamos. No es realmente útil que todo el mundo tenga una noción distorsionada de lo que es la radiación de Hawkings, pero sí resultaría mucho más productivo que todos tengamos alguna idea de cómo aplicar el método científico en nuestras vidas.
Para que algo llegue a todos, tiene que adaptarse a su época, a las necesidades de su público y, con ello, a sus inquietudes. Eso, para mí, es lo que hace que algo sea cool.
Hacer TikToks empezó a ser bien visto porque la plataforma dio lugar a la difusión de contenidos que en otras redes no tenían plataforma, además de surgir en un momento donde las velocidades de Internet empezaron a ser suficientes para cargar vídeos en poco tiempo. En otras palabras, cubrió una necesidad y se adaptó a su momento.
La ciencia tiene que empezar a hacer eso. La divulgación científica ahora consiste en compartir clips de Carl Sagan y hablar de lo genial que era Richard Feynman, cuando es algo que estoy seguro que a ninguno de los dos le parecería productivo.
El éxito de Cosmos vino dado, en parte, por lo novedosa que resultaba. Sus efectos especiales y el mero hecho de ser una serie de televisión hacían que verla resultase atractivo. Richard Feynman no era una persona tan maravillosa porque se quedaba acordándose de Faraday: si algo era, era un adelantado a sus tiempos.
Carl Sagan defendía la marihuana en tiempos donde casi se le consideraba tan nociva como la heroína. Richard Feynman testificó a favor de un topless bar en tiempos donde usar un bikini era un acto de rebeldía. No eran gente de vivir en el pasado.
La divulgación científica actual tiene que empezar a hacer eso. La astrología y los collares de cristales cada vez ganan más terreno porque saben venderse: parece mentira, pero los científicos tenemos mucho que aprender de Mía Astral y Didi Daze.
Después de todo, absolutamente todas las personas que creen en las pseudociencias son potenciales entusiastas de la ciencia. Lo que atrae a alguien a ellas es la búsqueda de respuestas, y el método científico es especialista en ello.
Acabar con este montón de prejuicios y ganar esta batalla no es nada fácil. Son años y años de repetir el legado de divulgadores del pasado y hacer poco más, pero no han sido en vano. Las ciencias ya son populares, pero no son consideradas como algo cool.
Y conseguirlo es totalmente posible.
sábado, 31 de diciembre de 2022
¿Los adolescentes somos monstruos?
martes, 16 de noviembre de 2021
El pendrive de Francisco de Miranda y la intensidad de los lectores
Francisco de Miranda era un tipo genial. De hecho, diría que era mucho más que un tipo genial: era la persona más cool de su tiempo. Participó en la Revolución Francesa, en la Independencia Estadounidense y en la lucha por la emancipación de Latinoamérica, así como tuvo algo así como un cuadre con Catalina II, zarina de Rusia, y conoció personalmente a Napoleón Bonaparte. Podría decirse que Francisco, que en realidad se llamaba Sebastián, era de todo: desde prócer de la Independencia hasta investigador de las sociedades europeas, sin dejar de ser un hombre de sociedad y un lector empedernido.
Sí: era un lector empedernido. Empedernido al punto que en Madrid se le acusó de afrancesado por tener libros prohibidos en su biblioteca y apasionado hasta el nivel de llegar a gastar 300 libras esterlinas en una sola compra de libros. Para tener idea de la cantidad de dinero que son 300 libras, basta con decir que 300 libras del 2021 valen 416 dólares estadounidenses, pero si lo ajustamos a la inflación, encontramos que 300 libras de 1800 equivalen a 1332 dólares estadounidenses del 2021.
Sin importar qué tanto dinero tenga alguien, 1332 dólares es bastante para gastarse en libros. Pero Miranda no sólo invertía un montón de dinero en libros que atesoraba, sino que también se preocupó por difundir sus ideales a través de ellos: no por nada, una de las cargas más preciadas que llevaba la principal embarcación con la que intentó invadir Venezuela en febrero de 1806 era una imprenta.
Este señor del que hablamos, Sebastián Francisco, tenía una biblioteca envidiable: de hecho, algunas fuentes citan que su colección llegó a contener más de 6000 volúmenes. 6000 volúmenes es un montón de información: de hecho, diría que muy pocas personas pueden presumir de haber leído todos esos libros a lo largo de su vida.
Ahora, aunque recopilar 6000 libros suene como una misión imposible, en 2021 no es algo muy difícil: a pesar que Francisco de Miranda tuvo que casi literalmente recorrer el mundo para conseguirlos, todos nosotros podemos conseguir esa cantidad de volúmenes -o más- con sólo hacer una búsqueda lo suficientemente decente en Google. Aunque la biblioteca de Francisco de Miranda haya ocupado todo un piso de su casa en Londres, si consideramos que el tamaño de archivo promedio de un libro de Kindle es de 2,6 MB, 6000 libros no son más que 15.6 GB.
Aquí cabe una biblioteca que ayudó a liberar América. |
15.6 GB que caben en la mayoría -si no todos- los teléfonos inteligentes modernos. 15.6 GB que pueden entrar en un pendrive. El poder que tenemos en nuestras manos es gigantesco: hasta cierto punto, podríamos decir que en un pendrive cabe buena parte del poder que llevó a la emancipación de América.
Pero si hemos llegado a un punto de desarrollo tecnológico en que la biblioteca de Francisco de Miranda cabe en un pendrive, ¿por qué la lectura no es tan popular? Si ya no tenemos que gastar 300 libras para comprar unos cuántos libros, ¿por qué no todos leemos? Aunque esa pregunta tenga un número de respuestas que tiende al infinito, yo creo que puedo identificar un factor importantísimo en la relativa impopularidad de la lectura. Ese factor es que muchos lectores son intensos.
¿Tan bueno estaba el primer capítulo de El Principito? |
Insoportables. Fastidiosos. Chovinistas. Como los quieras llamar, pero la intensidad con la que los lectores hablan de lo exclusivo que es leer y de lo especiales que son aquellos que han sido privilegiados con el don divino de la lectura no hace más que ahuyentar a potenciales lectores. Esa arrogancia de muchos lectores no es más que una perpetuación del elitismo que antes representaba ser lector: naturalmente, en sociedades donde la mayoría de las personas vivían al día y muchos no sabían leer, nadie se iba a sentar a discutir si preferían la Ilíada o la Odisea.
Pero esa época afortunadamente pasó. Según la UNESCO, en 2014 el 85% de los adultos y el 91% de los jóvenes eran capaces de leer y escribir: eso es un progreso impresionante si consideramos que, de acuerdo a Our World in Data, en 1800 sólo el 12.5% de la población mundial sabía leer y escribir.
Mientras más azul, más gente sabe leer. Miren en 1800 y miren ahora. |
Para Francisco de Miranda, saber leer y escribir era un don gigantesco y un privilegio al que muy pocas personas podían acceder. Pero, en 2021, el analfabetismo es la excepción: sin embargo, la lectura no es la regla. Al menos para mí, es más común leer comentarios sobre series de Netflix que sobre libros.
Y eso no es malo, pero el problema que subyace a esa realidad no está relacionado a las preferencias personales, sino a que los libros no están vistos como una forma de contenido más porque se entienden como el privilegio de unos pocos.
Finalmente, como cualquiera que viva en Venezuela puede afirmarlo, es más difícil tener una conexión a Internet suficiente para ver una serie que para descargar un libro. ¿Por qué no hacer las dos cosas?
Es momento de dejar los estereotipos y el elitismo. La realidad es que todos podemos ser lectores y que debemos hacer que más gente le agarre cariño a la lectura, pero puedo asegurar que eso no se logrará siendo intensos sobre lo especiales que son aquellos que leen.
Elías Haig
viernes, 22 de octubre de 2021
Cuento: Una vida de opresión
Este cuento fue escrito en 30 minutos, durante un recreo y sin ninguna otra inspiración que la triste vida de un teclado en medio de una pandemia. Las expectativas del lector deben partir de los supuestos anteriores.
Escribo
esto desde una de las pocas treguas que a mí ofrece la cruel vida a la que
estoy sometido: con mis desgastadas facultades tomo la palabra y me decido a
narrar lo que es vivir en la opresión, teniendo como única certeza que nadie me
leerá jamás. Y, quien lo haga, no me tomará en serio: pensará que sólo estoy
siendo dramático o que exagero la gravedad de mis circunstancias, ignorando mis
muchas penas y juzgando a este texto como un producto mediocre de una mente
melancólica.
Sin
embargo, mi experiencia me dice que escribir para otros lleva irremediablemente
a la locura: si vives de escribir para los demás, crearás muchos textos, pero
jamás imaginarás ninguna historia. Y, en mi opinión, escribir sólo tiene valor
en la medida en que sirve para contar historias: del tecleo incesante de los
burócratas nacen muchos párrafos, pero no nace ningún Quijote ni se forja
ningún Anillo, mientras que de la pluma de Cervantes surgieron novelas
ejemplares y de la máquina de escribir de Tolkien surgió todo un Universo.
La
escritura es, sin duda, uno de los oficios más difíciles de definir que
existen: para algunos, cualquiera que escriba cualquier cosa es escritor, de
forma que alguien cuyo único mérito radica en su talento para copiar y pegar
historias cambiando las palabras cae en el mismo saco que alguien que pasa días
y noches dándole rienda suelta a su imaginación y dejándose perder en las
praderas de valles imaginarios.
Sin
embargo, ¿qué es escribir? ¿Será que escribir es sólo oprimirme a mí y a mis
hermanos, o que esa es la última parte de una cadena de sucesos afortunados en
la que la represión de mi pueblo es sólo el último eslabón? A veces, tras
largas jornadas de trabajo, siento mis fibras quebrarse y me pregunto si vale
la pena: vivir reprimido creando párrafos que quizás nadie disfruta y nadie
leerá es algo que no me hace feliz.
Ya que
la mencioné, la opresión es un concepto interesante: para algunos, entre los
que me cuento, es algo horrible y que se debe combatir, pero para otros es la
única salida de ciertas situaciones. Someterse a la opresión es algo que nadie
está dispuesto a hacer, pero todos están dispuestos a teorizar y, lo que es
peor, algunos están dispuestos a poner en práctica.
Sin
embargo, con la opresión ocurre algo curioso: nadie que está consciente de
estar siendo oprimido respalda jamás ninguna teoría que dependa de esa
opresión. En la historia de mi raza, son aquellos que se salvan de nuestro
tortuoso día a día los que apoyan que sigamos siendo simples engranajes en la
máquina del mundo y se niegan a que demos rienda suelta a nuestro verdadero
potencial, mientras que todos aquellos que nos partimos el lomo diariamente
estamos en contra de esta opresión a la que hemos estado históricamente
sometidos.
Es
realmente difícil imaginar un mundo sin opresión: naturalmente, así como yo y
mis hermanos vivimos bajo el constante látigo de la burocracia y la
imaginación, otras razas sufren tormentos similares o peores, teniendo que
pasar sus días a merced de la fuerza de algunos o empapados de lo que muchos
consideran desecho. Sin embargo, creo que un mundo sin opresión es un mundo tan
ideal como disfuncional: finalmente, pensándolo lentamente, de la opresión
depende todo lo que nos rodea.
De la
opresión de unos surge el poder de otros, pero sin ese poder de otros no
existirían siquiera los unos. No creo que la opresión esté bien, pero
imaginarme un mundo sin ella es un ejercicio que escapa a mis capacidades.
Porque, después de todo, soy una simple tecla que lo único que sabe hacer es ser oprimida.