lunes, 5 de junio de 2023

Enseñar a investigar

    Indudablemente, una de las habilidades más útiles que existe es la de ser autodidacta (hipervínculo en inglés). Permite que vayamos a nuestro propio ritmo, que accedamos a conocimientos dificiles de aprender de otra forma y que profundicemos más sobre temas que nos despiertan especial interés. Albert Einstein ya manejaba el cálculo infinitesimal a los 15 años y lo había aprendido por sí mismo, así como el inventor inglés James Watt era casi totalmente autodidacta. Sí, el tipo que le dio el nombre a la unidad de medida que sale en las cajas de los bombillos.
    Si vamos más allá de las ciencias, encontramos que Kurt Cobain solo vio clases de guitarra por un mes y que Vincent Van Gogh no tomó clases de pintura durante mucho tiempo. Los beneficios de ser auto-didacta son muchos y, definitivamente, la habilidad de serlo es sumamente útil. Aunque para algunas personas ser autodidacta es completamente natural, no es la realidad para todo el mundo.
    Para algunas personas, hay conocimientos que son muy difíciles de adquirir solo con un libro y ganas de aprender. Y está perfectamente bien: es probable, incluso, que esa imposibilidad de ser autodidacta esté limitada a un tema en particular y que quien no entiende matemática por sí solo resulte ser un fantástico escritor por sus propios medios.
    Sin embargo, que algo sea natural no quiere decir que deba ser apoyado. Si dejamos que la naturaleza de cada quien prevalezca, seguramente terminemos extinguiéndonos: no todos los impulsos naturales son "buenos". Optimizar las estrategias de aprendizaje autodidacta es un desafío al que nos debemos dedicar.
    ¿Por qué? Se me ocurren varias justificaciones. La primera está en que el sistema educativo no es capaz de abarcar la amplísima gama de conocimientos que permiten a cada persona dar rienda suelta a sus capacidades. A mi me encanta Tolkien, pero entiendo que el sistema educativo no puede dedicar una materia entera a hablar sobre él, o siquiera sobre fantasía. En un salón de clases, coexisten muchas personas, muchos intereses y muchos talentos: que solo se desarrollen dentro de la escuela llevará, inevitablemente, a que se desperdicie mucho potencial.
    Las preocupaciones específicas de cada estudiante no se pueden tratar de forma general, y el sistema educativo  tiene que mantener cierto grado de generalidad. Aunque sea una lástima, es inevitable que sea imposible detenerse a explotar los talentos de cada uno de los estudiantes de un salón.
    Por otra parte, otra razón que se me ocurre para explicar por qué es importante estimular el aprendizaje autodidacta es que, inevitablemente, después de la educación formal se llega a un punto en que no hay nadie disponible para explicar las cosas que se necesitan para mantenerse actualizado. Un programador seguramente necesite aprender nuevos lenguajes de programación después de graduarse, y el hecho de no disponer de un profesor no debería ser una limitante.
    Entonces, sabemos que el aprendizaje autodidacta es útil e, incluso, necesario. Genial. Por otra parte, también reconocemos que la facilidad para el aprendizaje auto-didacta es distinta en cada quien. ¿Cómo hacemos?
    Eduquemos auto-didactas. ¿Cómo funciona esto? Como la educación formal no es suficiente pero no inexistente, podemos usarla para potenciar el aprendizaje individual de cada alumno. Un paso importante que podríamos dar en esa dirección está en enseñar a hacer preguntas, y el siguiente está en enseñar a conseguirles respuestas.
    La ciencia, la filosofía y casi todo el conocimiento nace a partir de la formulación de preguntas. Newton se preguntó por qué las cosas caían y revolucionó la física intentando responderse a sí mismo, y Paulo Coelho se preguntó cómo monetizar una trama cliché y ya ha publicado más de 15 libros. Aunque a veces no terminen en un beneficio para la humanidad, como en el segundo caso, creo que se entiende la importancia de hacer preguntas.
    Sin embargo, de nada sirve preguntarse cosas que no nos preocuparemos en responder. Así que creo que es en la respuesta a esas preguntas planteadas que podremos encontrar la verdadera forma de crear autodidactas: enseñando a investigar. Dictando clases de metodología de la investigación, por ejemplo, se podría lograr algo interesante: sin embargo, la importancia de hacerse y responderse preguntas debe ir más allá del salón de clases.
    Mostrar a la investigación como un método de vida y no como una tarea es algo que, de ser conseguido, significaría un avance muy grande en los logros de la educación. Sería capaz de prevenir la difusión de fake news, crearía ciudadanos más críticos y disminuiría la venta de libros de Paulo Coelho.
    En fin, sería un gran paso hacia un mundo mejor. Creemos autodidactas: eduquemos para limitar la dependencia de la educación formal.
    ¡Muchas gracias por leerme!
Elías Haig

lunes, 22 de mayo de 2023

Sobre la nostalgia del graduando

 

Tengo casi 5 años escribiendo, de una forma u otra, sobre educación. En mi blog Noción de la Procrastinación, en mi Twitter o en mis grupos de WhatsApp con mis amigos, casi todo lo que pienso sobre la educación que he tenido la oportunidad de recibir se ha plasmado en algún texto con diferentes grados de radicalidad, profundidad y sinceridad. En los tres parámetros, el gradiente ha sido muy amplio.

Sin embargo, creo que nunca me había tocado experimentar sensaciones tan complejas como las que he vivido en los últimos meses antes de abandonar el colegio que me ha acompañado por doce años y al que jamás volveré en los mismos términos. Podré ir de visita, pero sería muy extraño que vuelva a ir en los términos en los que va al colegio un chamo de 17 años, 5 meses y 28 días.

Y es esa “exclusividad” la que hace que sea tan complicado escribir sobre lo que siento ahora mismo. Un fin de año escolar es algo de lo más común hasta que es el último. Las preguntas que uno siempre se hacía acerca de qué cambiará en el nuevo año escolar se convierten en preguntas acerca de qué cambiará en un nuevo capítulo de nuestras vidas.

Los deseos de cambio que nunca llegan se convierten en deseos de permanencia que jamás se cumplen. El sagrado acto de insultar el horario que nos obliga a pararnos a las 6:00 a.m cada día se convierte en algo tierno, y uno empieza a disfrutar el desayuno del que ya está cansado solo porque sabe que lo va a extrañar.

Ver las caras del salón en medio de una clase fastidiosa ya no es algo que uno hace por falta de oficio, sino porque cuenta con la certeza que jamás volverá a estar en el mismo salón con las mismas 22 personas que ha amado y odiado durante casi toda su vida.

Estos tiempos son, también, tiempos de muchísima reflexión. ¿Qué hubiera pasado si no me hubiera entregado en cuerpo y alma al Fortnite durante el segundo lapso de primer año? ¿Con quiénes estaría estudiando si más de la mitad de mi salón original no se hubiera ido del país?

Son preguntas que antes pensábamos que podíamos responder porque cada año era igual al siguiente. Ahora son preguntas que quedarán sin respuesta por el resto de nuestras vidas.

Y es que la naturaleza de una graduación de bachillerato es, precisamente, esa: ya no es “el siguiente año”, es “el resto de nuestras vidas”. Algunos se van, algunos se quedan: algunos irán a la universidad, otros no.

Algunos seguirán siendo amigos y de otros se nos olvidarán sus nombres. Siempre “habremos sido” compañeros, pero más nunca lo volveremos a ser. El lazo de hermandad que se genera entre personas que se han visto crecer a lo largo de tanto tiempo jamás se volverá a repetir: es simple fisiología comprender que el ritmo de crecimiento de los primeros años de vida es exclusivo a ellos.

En el momento en que escribo esta entrada, falta un mes y dos días para que cruce por última vez las puertas de mi colegio teniéndome que preocupar por una nota. Un mes y dos días en los que podrían pasar muchas cosas, pero en los que estoy casi seguro que no pasará nada.

Porque, al final, es un ciclo más. Para los profesores, es una promoción más de las muchas que han visto graduarse: para los demás del colegio, es más o menos lo mismo. Solo nosotros, los graduandos, comprendemos este momento en la profundidad que tiene para nosotros ahora mismo.

Pero la comprensión de un momento no necesariamente representa que se tendrá la suficiente madurez para aprovecharlo por completo. Yo sé que me voy a graduar, pero no he tenido suficientes ganas de hacer todas las cosas que mi yo-chiquito hubiera querido hacer en estos momentos.

Todas las bromas que pensamos que podríamos hacer durante el “relajao perro quinto año” se han ido aplazando indefinidamente frente a la realidad que nos dice, a gritos, que quinto año no es tan relajado ni tan perro. Todas las interpromos que dijimos que haríamos sí o sí se han ido cancelando hasta que llegó el punto en que se acabaron las fechas para mover.

Ahora: ¿acaso ya es tarde para hacer todas las cosas con las que alguna vez soñamos?

Solo el tiempo nos dará la respuesta. Solo los 33 días que quedan, de hecho.

domingo, 19 de febrero de 2023

Pérez Jiménez, béisbol y mano dura

 El lunes 30 de enero, los Leones del Caracas se declararon campeones de la Liga Venezolana de Béisbol Profesional tras seis partidos. Dicha victoria fue celebrada intensamente por fanáticos, espectadores casuales y personas que jamás habían escuchado la palabra “inning” en un contexto distinto a una aburrida clase de Educación Física.

Estadio Monumental Simón Bolívar, Caracas, Venezuela

Los seis partidos de la Serie Final que enfrentó al equipo ganador con los Tiburones de la Guaira fueron disputados en el Estadio Universitario de la Universidad Central de Venezuela, mismo estadio inaugurado durante la Junta Militar de Gobierno que llevó al eventual ascenso al poder totalitario del Coronel Marcos Pérez Jiménez en 1953.

Tan solo minutos después del home-run de Harold Castro que concedió la victoria al equipo de la capital, muchas caravanas empezaron a recorrer las calles del país celebrando dicho triunfo con cornetas, gritos y disparos.

Porque, después de todo, nada es más venezolano que celebrar la victoria de un equipo de béisbol al que jamás habías seguido. Especialmente si esa victoria ocurrió en un estadio construido por una dictadura que hacía a presos políticos sentarse desnudos sobre bloques de hielo.

“Acá lo que hace falta es una mano dura” es una de las frases más recurrentes en toda discusión acerca de política en Venezuela. Es, quizás, un intento desesperado por plantear una solución a una situación que difícilmente tiene: es, indudablemente, una muestra de nostalgia por unos tiempos que no volverán.

Es 1955. En la radio seguramente suena algo al estilo de Unchained Melody y sientes la brisa fría rozar tu cara a lo largo de tu recorrido a través de la Carretera Panamericana. Vas a 120 kilómetros por hora, pero no te interesa. Nadie te puede parar: eres Marcos Pérez Jiménez.

Y 68 años después, aún nadie te puede parar. Quizás tenías razón cuando dijiste que la gente olvidaría Roma de no ser por sus estructuras: un par de estadios, unas cuantas carreteras y algunos hospitales han sido suficientes para que nadie te olvide.

Incluso si no saben tu nombre, no te olvidan. Porque, después de todo, es verdad lo que decías: Venezuela está en su Edad Media. Tenías razón en 1963, tienes razón en 2023.

Porque cada hit dado en el Estadio Universitario lleva, en cierta forma, tu recuerdo: sin embargo, está más presente en cada vez que alguien dice que “acá lo que hace falta es una mano dura” y aún más presente en cada vez que alguien opina sin saber, sea sobre béisbol o sobre política.

La verdadera dictadura es la ignorancia sin escapatoria. Lo supo “PJ”, lo supo Gómez y lo han sabido todos los dictadores que han cumplido sus verdaderos objetivos. Pérez Jiménez y muchos más, incluyendo a Trujillo y a algunos que no pueden ser categorizados por la historia porque aun no han pasado a ella.

Como parte de la Serie del Caribe a la que se clasificaron los Leones de Caracas ganando la liga local, el 5 de febrero se jugó un partido contra República Dominicana en el Estadio Monumental Simón Bolívar, al que tuve la oportunidad de ir. Más de 34000 personas gritando sin parar cada hit, cada error y cada out: más de 34000 personas viviendo la pasión del béisbol.

La pasión es uno de los sentimientos más intensos que hay. Ha permitido cosas hermosas, pero también ha sido el combustible de atrocidades: después de todo, la pasión nos lleva a actuar de forma ciega. Y la ceguera temporal puede ser buena, pero cuando nos empieza a definir es poco menos que catastrófica.

Un partido de República Dominicana contra Venezuela es, indudablemente, una experiencia interesante. Especialmente si vas a él mientras estás leyendo “La Fiesta del Chivo”: leer acerca de los atropellos de un régimen totalitario estando en la cola para entrar al nuevo estadio es, indudablemente, una experiencia.

Porque los seres humanos sentimos una afinidad impresionante por lo monumental. Un estadio grande siempre nos hará alucinar tanto como a los aborígenes británicos los haría alucinar Stonehenge: nos encanta sentirnos pequeños frente a lo que nosotros mismos creamos.

Y el deporte es un excelente medio para sentirnos pequeños en nuestra superioridad: cuando alguien que no sabe bien qué es un inning opina grandilocuentemente sobre béisbol es porque le gusta sentirse parte de algo más grande que él. Al final, mucho de lo que hacemos parte de saber lidiar con nuestra pequeñez.

Trujillo sabía que nadie lo querría recordar como un caudillo torturador, así que se empeñó en intentar dejar un legado de obras que hiciese que las siguientes generaciones lo recordasen aunque Ciudad Trujillo perdiese tal nombre. Pérez Jiménez no ocultaba demasiado a la Seguridad Nacional, pero trató de lavarse la cara atribuyéndose la Ciudad Universitaria por la que algunos trasnochados aún lo festejan.

El autoritarismo corre por nuestras venas latinoamericanas. Nos fascina sentir autoridad sobre el béisbol, sobre los países e, incluso, sentirnos dominados por algún autoritario. Y, por más bajo que caigamos, siempre nos emocionará escuchar que nuestro equipo favorito dio un home run.

Aunque estemos en una dictadura. Aunque el béisbol no sea un deporte latino. Aunque todo parezca estar mal, siempre nos emocionará un gran estadio y una “mano dura”.

viernes, 6 de enero de 2023

La ciencia ya es popular. Hagámosla cool.

 Decir que seguimos en esos días en los que ser nerd está mal visto por la sociedad es absurdo. Quizás en las escuelas aún exista cierta discriminación, pero en la sociedad la cosa es distinta. El dinero no lo es todo, pero el hecho que un ingeniero de software en Google gane 162.000 USD al año ya te dice que no hay mucha discriminación social hacia los nerds.

Una frase que en algún momento escuché mucho decía que “los nerds de hoy son los jefes del mañana”. Ese mañana ya llegó. Los gallos de ayer son los jefes de hoy.

Sin embargo, eso no significa que la ciencia y todo lo que podríamos llamar nerd sea necesariamente bien visto. Está bien: todos usamos dispositivos que tienen un montón de ciencia por detrás, ¿pero realmente nos interesa esa ciencia?

Carl Sagan alguna vez dijo que “vivimos en una sociedad exquisitamente dependiente de las ciencias y la tecnología, en la que prácticamente nadie sabe nada acerca de la ciencia o la tecnología”. Para sorpresa de nadie, esa sigue siendo la realidad.

La cámara del iPhone 14 es una cosa impresionante, pero a nadie le interesa saber por qué. El algoritmo de TikTok casi es capaz de adivinar la hora de tu muerte, pero los TikToks sobre algoritmos no reciben casi visitas.

Y yo tengo mi teoría personalísima al respecto: la ciencia es popular, pero no es cool. Las prendas que saca H&M con el logo de la NASA se usan por el mérito del diseñador de ese logo, no porque ser entusiasta de la astrofísica sea un paso directo a la popularidad.

¿Eso es malo? Para mí, la respuesta es un rotundo sí.

Que algo sea aceptado no quiere decir que no haga falta progreso en torno a su aceptación. Después de todo, podríamos decir que en Venezuela la comunidad LGBT es aceptada porque absolutamente todos los tíos del país dicen que “su peluquero es gay”, y estaríamos incurriendo en tremendo error.

La ciencia necesita empezar a ser cool. Limitarla a libros de 1450 páginas y TikToks de cuestionable calidad no es particularmente productivo. ¿Cuánta de la “divulgación científica” actual realmente “divulga”?

Los vídeos de YouTube, por ejemplo, no suelen llegar a una audiencia que no sea ya entusiasta de la ciencia. “Amplían” la ciencia, mas no la “divulgan”. Es una labor importante, pero hace falta más que eso.

Esa “ampliación” de la ciencia es necesaria, pero no es lo que en este momento necesitamos. No es realmente útil que todo el mundo tenga una noción distorsionada de lo que es la radiación de Hawkings, pero sí resultaría mucho más productivo que todos tengamos alguna idea de cómo aplicar el método científico en nuestras vidas.

Para que algo llegue a todos, tiene que adaptarse a su época, a las necesidades de su público y, con ello, a sus inquietudes. Eso, para mí, es lo que hace que algo sea cool.

Hacer TikToks empezó a ser bien visto porque la plataforma dio lugar a la difusión de contenidos que en otras redes no tenían plataforma, además de surgir en un momento donde las velocidades de Internet empezaron a ser suficientes para cargar vídeos en poco tiempo. En otras palabras, cubrió una necesidad y se adaptó a su momento.

La ciencia tiene que empezar a hacer eso. La divulgación científica ahora consiste en compartir clips de Carl Sagan y hablar de lo genial que era Richard Feynman, cuando es algo que estoy seguro que a ninguno de los dos le parecería productivo.

El éxito de Cosmos vino dado, en parte, por lo novedosa que resultaba. Sus efectos especiales y el mero hecho de ser una serie de televisión hacían que verla resultase atractivo. Richard Feynman no era una persona tan maravillosa porque se quedaba acordándose de Faraday: si algo era, era un adelantado a sus tiempos.

Carl Sagan defendía la marihuana en tiempos donde casi se le consideraba tan nociva como la heroína. Richard Feynman testificó a favor de un topless bar en tiempos donde usar un bikini era un acto de rebeldía. No eran gente de vivir en el pasado.

La divulgación científica actual tiene que empezar a hacer eso. La astrología y los collares de cristales cada vez ganan más terreno porque saben venderse: parece mentira, pero los científicos tenemos mucho que aprender de Mía Astral y Didi Daze.

Después de todo, absolutamente todas las personas que creen en las pseudociencias son potenciales entusiastas de la ciencia. Lo que atrae a alguien a ellas es la búsqueda de respuestas, y el método científico es especialista en ello.

Acabar con este montón de prejuicios y ganar esta batalla no es nada fácil. Son años y años de repetir el legado de divulgadores del pasado y hacer poco más, pero no han sido en vano. Las ciencias ya son populares, pero no son consideradas como algo cool.

Y conseguirlo es totalmente posible.

sábado, 31 de diciembre de 2022

¿Los adolescentes somos monstruos?

Bueno, soy un adolescente. Me ha costado reconocerlo, pero soy un adolescente. Y desde hace bastante rato, porque ya tengo 17 años y la OMS dice que la adolescencia empieza a los 10. 
    En realidad, no debería haber razón alguna para que me de cosa admitir que soy uno de esos "monstruos" de los que tanto hablan los libros de cuasi-coaching en paternidad: sin embargo, pareciera ser que nuestra sociedad está configurada para que ser adolescente sea una vergüenza. No sólo es que la palabra suena a "adolecer" aunque esa no sea su raíz, sino que también suele existir una tendencia a considerar que la adolescencia es una edad en que las personas se hacen insoportables.
bro, guárdate.

    Y es que es cierto, es verdad. Yo mismo lo admito: hay días en los que me veo en el espejo y no me soporto, así como también hay días en los que trato mal a gente que quiero sin ninguna razón real. También es cierto que hay cosas que he hecho como actos de rebeldía absurdos, y que más de una vez he hecho cosas que el Elías del momento en que este blog se inauguró estaría sumamente avergonzado, como leerme el primer libro de Harry Potter. Aunque de eso aún estoy avergonzado.
    Sin embargo, ¿realmente merece tanto "hate" la adolescencia? ¿Esos 9 años, entre los 10 y los 19, representan un momento en que una persona se halla completamente fuera de sus cabales y merece poco menos que la excomunión? Ahí no estoy de acuerdo.
    Biológicamente, la adolescencia es una de las etapas de mayor crecimiento en la vida de una persona. Nuestra personalidad deja de ser una extensión de la de nuestros papás y empezamos a ser nosotros: también la presión social empieza a hacer estragos, y nos empieza a preocupar más cómo nos vemos en el espejo que cuando nos llenábamos de chocolate y tierra sin ningún problema.

Te aseguro que a ningún niño le preocupa esto.

    La sociedad se vuelve más restrictiva que antes. Un niño que expresa sus opiniones es "comunicativo": un adolescente que expresa sus opiniones es "rebelde sin causa". Un niño que pasa todo el día tocando guitarra es un genio: un adolescente que pasa todo el día tocando guitarra es un marihuanero sin futuro. Lo que se espera de nosotros es distinto, y eso hace que nosotros respondamos distinto.
    Y no solo es que respondemos distinto porque las fuerzas que operan son distintas, es que también hay unas moléculas medio desgraciadas operando en nuestra contra, que se llaman hormonas. Aunque el ser humano segrega hormonas durante toda su vida, la producción de estrógenos, testosterona y progesterona alcanza niveles pico en la adolescencia, y eso hace que pensemos de formas que cualquier ser con un mínimo de razón consideraría absurdas. Incluso nosotros mismos una vez que esas hormonas se calman.
    Visto de esta forma, ¿realmente hace falta que los adolescentes seamos tan despreciados? Insisto, dudo que sea así. Aunque tengamos cosas malas, nosotros también tenemos mucho que contribuir y tomarnos en cuenta puede resultar muy fructífero.
    Si la niñez es el momento de mayor libertad y la adultez es el de mayor conocimiento, la adolescencia es ese punto medio en el que tenemos cierto conocimiento y lo sabemos aplicar con la libertad que nos va quedando. Un niño no va a tener miedo de decir lo que ve, pero no lo sabrá interpretar a plenitud. En cambio, un adolescente va a ver algo, lo va a interpretar al menos parcialmente y lo va a decir. Con groserías, pero lo va a decir. Y eso es lo importante.
Este señor decía que le había ido bien porque había
sabido pensar como niño. Parece ser útil, ¿no?

    También la adolescencia es un momento de mucha sensibilidad. Y a veces lo que nos hace falta para tomar las decisiones correctas es, precisamente, sensibilidad: porque ella es empatía, y para tomar decisiones de grandes repercusiones, hace falta tener empatía con las personas a las que ella va a afectar. Por algo los movimientos pro-sostenibilidad como Fridays for Future están encabezados por adolescentes: porque la misma sensibilidad que hace que lloremos porque nuestro crush no nos responde la aplicamos a la crisis climática que amenaza a nuestro planeta.
    Puede ser que los adolescentes seamos muchas cosas malas. No lo niego. Pero, finalmente, es una etapa por la que todo adulto atraviesa, y si lo recuerdan es probable que también hayan cometido los mismos atinos y absurdeces que nosotros.
    Cargar con un cuerpo cambiante, unas hormonas alborotadas y una presión social impresionante es suficientemente duro como para que también seamos, como lo dice el título de un libro, "esos monstruos adolescentes".
    La ciencia consiste, esencialmente, en el ensayo y error. Si la adolescencia es algo, es un momento de ensayo y error: pero si cada error es reprimido con la dureza con la que se pena un crimen, vamos también a dejar de ensayar. Y las repercusiones de eso las podemos ver en cada rencoroso de Twitter que defiende el maltrato infantil: personas infelices que lamentablemente nunca terminaron de florecer, y ahora quieren seguir con esa cadena porque no conocen otra forma de ser.
    Los adolescentes no somos tan malos. Lo juro. Para demostrarlo, solo necesitamos la oportunidad.
    ¡Muchas gracias!
Elías Haig

martes, 16 de noviembre de 2021

El pendrive de Francisco de Miranda y la intensidad de los lectores

 Francisco de Miranda era un tipo genial. De hecho, diría que era mucho más que un tipo genial: era la persona más cool de su tiempo. Participó en la Revolución Francesa, en la Independencia Estadounidense y en la lucha por la emancipación de Latinoamérica, así como tuvo algo así como un cuadre con Catalina II, zarina de Rusia, y conoció personalmente a Napoleón Bonaparte. Podría decirse que Francisco, que en realidad se llamaba Sebastián, era de todo: desde prócer de la Independencia hasta investigador de las sociedades europeas, sin dejar de ser un hombre de sociedad y un lector empedernido.

Sí: era un lector empedernido. Empedernido al punto que en Madrid se le acusó de afrancesado por tener libros prohibidos en su biblioteca y apasionado hasta el nivel de llegar a gastar 300 libras esterlinas en una sola compra de libros. Para tener idea de la cantidad de dinero que son 300 libras, basta con decir que 300 libras del 2021 valen 416 dólares estadounidenses, pero si lo ajustamos a la inflación, encontramos que 300 libras de 1800 equivalen a 1332 dólares estadounidenses del 2021.

No sólo vivieron Francisco de Miranda
y Andrés Bello. Ahí también vivieron
un montón de libros.

Sin importar qué tanto dinero tenga alguien, 1332 dólares es bastante para gastarse en libros. Pero Miranda no sólo invertía un montón de dinero en libros que atesoraba, sino que también se preocupó por difundir sus ideales a través de ellos: no por nada, una de las cargas más preciadas que llevaba la principal embarcación con la que intentó invadir Venezuela en febrero de 1806 era una imprenta.

Este señor del que hablamos, Sebastián Francisco, tenía una biblioteca envidiable: de hecho, algunas fuentes citan que su colección llegó a contener más de 6000 volúmenes. 6000 volúmenes es un montón de información: de hecho, diría que muy pocas personas pueden presumir de haber leído todos esos libros a lo largo de su vida.

Ahora, aunque recopilar 6000 libros suene como una misión imposible, en 2021 no es algo muy difícil: a pesar que Francisco de Miranda tuvo que casi literalmente recorrer el mundo para conseguirlos, todos nosotros podemos conseguir esa cantidad de volúmenes -o más- con sólo hacer una búsqueda lo suficientemente decente en Google. Aunque la biblioteca de Francisco de Miranda haya ocupado todo un piso de su casa en Londres, si consideramos que el tamaño de archivo promedio de un libro de Kindle es de 2,6 MB, 6000 libros no son más que 15.6 GB.

Aquí cabe una biblioteca que ayudó a liberar
América.

15.6 GB que caben en la mayoría -si no todos- los teléfonos inteligentes modernos. 15.6 GB que pueden entrar en un pendrive. El poder que tenemos en nuestras manos es gigantesco: hasta cierto punto, podríamos decir que en un pendrive cabe buena parte del poder que llevó a la emancipación de América.

Pero si hemos llegado a un punto de desarrollo tecnológico en que la biblioteca de Francisco de Miranda cabe en un pendrive, ¿por qué la lectura no es tan popular? Si ya no tenemos que gastar 300 libras para comprar unos cuántos libros, ¿por qué no todos leemos? Aunque esa pregunta tenga un número de respuestas que tiende al infinito, yo creo que puedo identificar un factor importantísimo en la relativa impopularidad de la lectura. Ese factor es que muchos lectores son intensos.

¿Tan bueno estaba el primer capítulo de
El Principito?

Insoportables. Fastidiosos. Chovinistas. Como los quieras llamar, pero la intensidad con la que los lectores hablan de lo exclusivo que es leer y de lo especiales que son aquellos que han sido privilegiados con el don divino de la lectura no hace más que ahuyentar a potenciales lectores. Esa arrogancia de muchos lectores no es más que una perpetuación del elitismo que antes representaba ser lector: naturalmente, en sociedades donde la mayoría de las personas vivían al día y muchos no sabían leer, nadie se iba a sentar a discutir si preferían la Ilíada o la Odisea.

Pero esa época afortunadamente pasó. Según la UNESCO, en 2014 el 85% de los adultos y el 91% de los jóvenes eran capaces de leer y escribir: eso es un progreso impresionante si consideramos que, de acuerdo a Our World in Data, en 1800 sólo el 12.5% de la población mundial sabía leer y escribir.

Mientras más azul, más gente sabe leer.
Miren en 1800 y miren ahora.

Para Francisco de Miranda, saber leer y escribir era un don gigantesco y un privilegio al que muy pocas personas podían acceder. Pero, en 2021, el analfabetismo es la excepción: sin embargo, la lectura no es la regla. Al menos para mí, es más común leer comentarios sobre series de Netflix que sobre libros.

Y eso no es malo, pero el problema que subyace a esa realidad no está relacionado a las preferencias personales, sino a que los libros no están vistos como una forma de contenido más porque se entienden como el privilegio de unos pocos.

Finalmente, como cualquiera que viva en Venezuela puede afirmarlo, es más difícil tener una conexión a Internet suficiente para ver una serie que para descargar un libro. ¿Por qué no hacer las dos cosas?

Es momento de dejar los estereotipos y el elitismo. La realidad es que todos podemos ser lectores y que debemos hacer que más gente le agarre cariño a la lectura, pero puedo asegurar que eso no se logrará siendo intensos sobre lo especiales que son aquellos que leen.

Elías Haig

viernes, 22 de octubre de 2021

Cuento: Una vida de opresión

              Este cuento fue escrito en 30 minutos, durante un recreo y sin ninguna otra inspiración que la               triste vida de un teclado en medio de una pandemia. Las expectativas del lector deben partir               de los supuestos anteriores.


                Escribo esto desde una de las pocas treguas que a mí ofrece la cruel vida a la que estoy sometido: con mis desgastadas facultades tomo la palabra y me decido a narrar lo que es vivir en la opresión, teniendo como única certeza que nadie me leerá jamás. Y, quien lo haga, no me tomará en serio: pensará que sólo estoy siendo dramático o que exagero la gravedad de mis circunstancias, ignorando mis muchas penas y juzgando a este texto como un producto mediocre de una mente melancólica.

                Sin embargo, mi experiencia me dice que escribir para otros lleva irremediablemente a la locura: si vives de escribir para los demás, crearás muchos textos, pero jamás imaginarás ninguna historia. Y, en mi opinión, escribir sólo tiene valor en la medida en que sirve para contar historias: del tecleo incesante de los burócratas nacen muchos párrafos, pero no nace ningún Quijote ni se forja ningún Anillo, mientras que de la pluma de Cervantes surgieron novelas ejemplares y de la máquina de escribir de Tolkien surgió todo un Universo.

                La escritura es, sin duda, uno de los oficios más difíciles de definir que existen: para algunos, cualquiera que escriba cualquier cosa es escritor, de forma que alguien cuyo único mérito radica en su talento para copiar y pegar historias cambiando las palabras cae en el mismo saco que alguien que pasa días y noches dándole rienda suelta a su imaginación y dejándose perder en las praderas de valles imaginarios.

                Sin embargo, ¿qué es escribir? ¿Será que escribir es sólo oprimirme a mí y a mis hermanos, o que esa es la última parte de una cadena de sucesos afortunados en la que la represión de mi pueblo es sólo el último eslabón? A veces, tras largas jornadas de trabajo, siento mis fibras quebrarse y me pregunto si vale la pena: vivir reprimido creando párrafos que quizás nadie disfruta y nadie leerá es algo que no me hace feliz.

                Ya que la mencioné, la opresión es un concepto interesante: para algunos, entre los que me cuento, es algo horrible y que se debe combatir, pero para otros es la única salida de ciertas situaciones. Someterse a la opresión es algo que nadie está dispuesto a hacer, pero todos están dispuestos a teorizar y, lo que es peor, algunos están dispuestos a poner en práctica.

                Sin embargo, con la opresión ocurre algo curioso: nadie que está consciente de estar siendo oprimido respalda jamás ninguna teoría que dependa de esa opresión. En la historia de mi raza, son aquellos que se salvan de nuestro tortuoso día a día los que apoyan que sigamos siendo simples engranajes en la máquina del mundo y se niegan a que demos rienda suelta a nuestro verdadero potencial, mientras que todos aquellos que nos partimos el lomo diariamente estamos en contra de esta opresión a la que hemos estado históricamente sometidos.

                Es realmente difícil imaginar un mundo sin opresión: naturalmente, así como yo y mis hermanos vivimos bajo el constante látigo de la burocracia y la imaginación, otras razas sufren tormentos similares o peores, teniendo que pasar sus días a merced de la fuerza de algunos o empapados de lo que muchos consideran desecho. Sin embargo, creo que un mundo sin opresión es un mundo tan ideal como disfuncional: finalmente, pensándolo lentamente, de la opresión depende todo lo que nos rodea.

                De la opresión de unos surge el poder de otros, pero sin ese poder de otros no existirían siquiera los unos. No creo que la opresión esté bien, pero imaginarme un mundo sin ella es un ejercicio que escapa a mis capacidades.

                Porque, después de todo, soy una simple tecla que lo único que sabe hacer es ser oprimida.