lunes, 25 de enero de 2021

Las pérdidas educativas que no aparecerán en ninguna estadística

    Imagina que estás entrando a un centro comercial a través de su estacionamiento. Son más o menos las tres de la tarde: no tienes tiempo de ver el reloj y realmente no es muy buena idea sacarlo en la calle porque puedes ser víctima de un atraco. Ahora que lo lees en esta entrada, suena fuerte no poder saber la hora sólo por miedo a que te quiten algo, pero estás tan acostumbrado a ello que no te detienes para  darte cuenta de lo duro de esa realidad mientras estás entrando a un centro comercial. Es lo más práctico: al fin y al cabo, si todo el tiempo nos parásemos a pensar en todas las cosas que están mal a nuestro alrededor, pasaríamos todo el día como si estuviéramos en una llamada de Zoom con una conexión a internet inestable.

    Sigues en tu pequeña travesía urbana. Mientras estás entrando a través de la acera que está al lado del lugar por donde pasan los carros, tienes que parar: un carro se atraviesa y te grita, con un lenguaje soez característico de las relaciones peatón-conductor, que te quites. Sin objetar nada, te quitas: no es muy buena idea terminar trabando una pelea con una persona por algo tan sencillo como entrar a un lugar cualquiera. Además, si te decidieras a entrar en la discusión, podrías terminar metiéndote en problemas con la vigilancia del centro comercial o, peor aún, con la policía. Entendiendo, casi por reflejo, que esa es una terrible idea, sigues avanzando hacia el centro comercial.

El lugar donde vivo no será una ciudad muy grande,
pero sí que se me hace conocida esta escena.

    Cuando estás a punto de llegar a las puertas, escuchas un ruido extraño y, alarmado, te detienes. Miras a tu alrededor y te encuentras con que a una mamá con un bebé en sus brazos se le cayó una botella de agua mientras se bajaba de un carro. Preguntándote por qué no ayudarla, vas y recoges la botella. Cuando se la vas a entregar a la señora, ella te agradece con una sonrisa.

    Satisfecho, caminas hasta la entrada del centro comercial. Escribiría algo así como "una vez que das el paso hasta dentro, sientes una satisfacción indescriptible. Tu odisea ha terminado, y entonces, sonríes", pero prefiero no hacerlo porque todos sabemos que es mentira. Algo tan sencillo como entrar a un estacionamiento no merece ser descrito como algo dramático, ¿cierto?

    No soy fan de los dramas. Esos textos que exageran la magnitud de los hechos y presentan cosas sencillas como peripecias dignas de una película de acción no me llaman la atención, y por eso traté de evitar a toda costa que la pequeña e insignificante aventura con la que empezamos esta entrada no fuera demasiado exagerada. Sin embargo, aunque no sea dramática ni sea un cuento muy interesante, es más que suficiente para el propósito que tiene esta entrada: la importancia de la educación.

Con respecto a lo del drama... hay excepciones,
como la expresión de Lucifer en el Ángel Caído de
Alexandre Cabanel. Pero eso es otra cosa.

    Para mí, la educación es todo aquello que implica un traspaso o intercambio de conocimientos: por lo tanto, no es algo que se limite a la escuela o al hogar, sino que forma parte esencial de nuestras vidas hasta un punto en el que si ella desapareciera de un día para otro, a nuestra especie le quedaría un tiempo muy, pero muy corto. Porque la educación no es sólo escuchar divagaciones eternas sobre la estructura de la célula o presentar exámenes larguísimos: la educación es mucho más.

    La educación es lo que hace que, cuando entres a un centro comercial, entiendas que es terrible idea exponer tu reloj. La educación (¿o la usencia de ella?) es lo que hace que la persona que te grita después de atravesarte su carro mientras caminas use un lenguaje soez en vez de uno respetuoso. La educación es, incluso, lo que hace que la acera por la que entras a un centro comercial esté en el lugar en el que está: porque, probablemente, si el ingeniero que determinó que debía estar ahí no supiera la posición de las tuberías, se hubiera provocado la ruptura de una al ponerla ahí.

    Así está edificado nuestro mundo: sobre el fortísimo pilar que es la educación. ¿Qué pasaría si ocurriera algo que la interrumpiese abruptamente? ¿Qué pasaría si eso fuera... una pandemia?

Ah. Cómo quisiera estar en mi escuela así sea
con cien tapabocas encima.


    Es esa pregunta la que provocó la redacción de esta entrada. La pandemia, como todos sabemos, ha limitado drásticamente la posibilidad de vivir como lo hacíamos hace sólo algunos meses. Ha hecho que al menos una tercera parte de los niños del mundo se tengan que distanciar casi completamente de sus vidas escolares al no poder acceder a la educación a distancia, ha hecho que el sistema educativo venezolano esté más cerca del colapso de lo que suele estar y ha hecho que la educación, en casi todas sus formas, se limite.

    Porque la educación no es algo que se limite a las escuelas: es un proceso que está en marcha tanto en el momento en que un niño ve un letrero por primera vez y descubre palabras que no conocía como en el instante en que una niña ve a una persona ayudando a otra y comprende lo lindo que es colaborar, de manera que tratará de hacerlo por el resto de su vida.

    Porque la educación es más que un libro y más que una clase. Porque la educación es el proceso a través del cual nuestras mentes, y por tanto, nosotros crecemos. Porque la educación nunca para, pero sí sí se puede ver fuertemente limitada.

Estos memes no serán los mejores, pero definitivamente
sirve para disparar las alarmas sobre las fallas de
nuestro sistema educativo.

    Y esas limitaciones, lamentablemente, no pueden figurar en ninguna estadística porque su naturaleza es demasiado grande como para ser contenida en una cifra. Sí podemos llevar registro del tristemente inmenso número de niños no escolarizados o del número de fallas de Internet que ocurren día a día, pero no podemos hacerle seguimiento al número de niños que perdieron la oportunidad de conocer al que sería su mejor amigo gracias a que le tocó empezar a ver clases a distancia, así como tampoco podemos cuantificar el número de risas que le harán falta a una escuela para sentirse viva.

    Es por eso que creo que no se está hablando suficiente del gigantesco problema que representa la pandemia para nuestro presente y para nuestro futuro. Dentro de algunos años, ¿cómo un ingeniero que jamás pudo sentir la sensación de llegar por primera vez a su escuela podrá transmitir esa alegría en las escuelas que diseñe? ¿Cómo un profesor podrá transmitir la pasión por el conocimiento a niños pequeños si cuando él tenía esa edad la educación estaba verdaderamente a la distancia?

    Esas son las preguntas que nos tenemos que plantear. Cuidémonos, por favor. El futuro y el presente nos necesitan. ¡Muchas gracias por leer!

Elías Haig.

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