viernes, 22 de octubre de 2021

Cuento: Una vida de opresión

              Este cuento fue escrito en 30 minutos, durante un recreo y sin ninguna otra inspiración que la               triste vida de un teclado en medio de una pandemia. Las expectativas del lector deben partir               de los supuestos anteriores.


                Escribo esto desde una de las pocas treguas que a mí ofrece la cruel vida a la que estoy sometido: con mis desgastadas facultades tomo la palabra y me decido a narrar lo que es vivir en la opresión, teniendo como única certeza que nadie me leerá jamás. Y, quien lo haga, no me tomará en serio: pensará que sólo estoy siendo dramático o que exagero la gravedad de mis circunstancias, ignorando mis muchas penas y juzgando a este texto como un producto mediocre de una mente melancólica.

                Sin embargo, mi experiencia me dice que escribir para otros lleva irremediablemente a la locura: si vives de escribir para los demás, crearás muchos textos, pero jamás imaginarás ninguna historia. Y, en mi opinión, escribir sólo tiene valor en la medida en que sirve para contar historias: del tecleo incesante de los burócratas nacen muchos párrafos, pero no nace ningún Quijote ni se forja ningún Anillo, mientras que de la pluma de Cervantes surgieron novelas ejemplares y de la máquina de escribir de Tolkien surgió todo un Universo.

                La escritura es, sin duda, uno de los oficios más difíciles de definir que existen: para algunos, cualquiera que escriba cualquier cosa es escritor, de forma que alguien cuyo único mérito radica en su talento para copiar y pegar historias cambiando las palabras cae en el mismo saco que alguien que pasa días y noches dándole rienda suelta a su imaginación y dejándose perder en las praderas de valles imaginarios.

                Sin embargo, ¿qué es escribir? ¿Será que escribir es sólo oprimirme a mí y a mis hermanos, o que esa es la última parte de una cadena de sucesos afortunados en la que la represión de mi pueblo es sólo el último eslabón? A veces, tras largas jornadas de trabajo, siento mis fibras quebrarse y me pregunto si vale la pena: vivir reprimido creando párrafos que quizás nadie disfruta y nadie leerá es algo que no me hace feliz.

                Ya que la mencioné, la opresión es un concepto interesante: para algunos, entre los que me cuento, es algo horrible y que se debe combatir, pero para otros es la única salida de ciertas situaciones. Someterse a la opresión es algo que nadie está dispuesto a hacer, pero todos están dispuestos a teorizar y, lo que es peor, algunos están dispuestos a poner en práctica.

                Sin embargo, con la opresión ocurre algo curioso: nadie que está consciente de estar siendo oprimido respalda jamás ninguna teoría que dependa de esa opresión. En la historia de mi raza, son aquellos que se salvan de nuestro tortuoso día a día los que apoyan que sigamos siendo simples engranajes en la máquina del mundo y se niegan a que demos rienda suelta a nuestro verdadero potencial, mientras que todos aquellos que nos partimos el lomo diariamente estamos en contra de esta opresión a la que hemos estado históricamente sometidos.

                Es realmente difícil imaginar un mundo sin opresión: naturalmente, así como yo y mis hermanos vivimos bajo el constante látigo de la burocracia y la imaginación, otras razas sufren tormentos similares o peores, teniendo que pasar sus días a merced de la fuerza de algunos o empapados de lo que muchos consideran desecho. Sin embargo, creo que un mundo sin opresión es un mundo tan ideal como disfuncional: finalmente, pensándolo lentamente, de la opresión depende todo lo que nos rodea.

                De la opresión de unos surge el poder de otros, pero sin ese poder de otros no existirían siquiera los unos. No creo que la opresión esté bien, pero imaginarme un mundo sin ella es un ejercicio que escapa a mis capacidades.

                Porque, después de todo, soy una simple tecla que lo único que sabe hacer es ser oprimida.

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